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Date:diciembre 11, 2019

«Menéndez Pidal en Mitxelena», por Joseba A. Lakarra

Menéndez Pidal en Mitxelena
Joseba A. Lakarra
UPV & EHU

 

Recapacitando cómo poder cumplir pasablemente con el ukase de Antonio Cid —i.e., a qué aspecto de la vida u obra de don Ramón o de su familia podría aportar algo de interés para el posible lector—, he terminado recurriendo a hablar de la Guerra como el humanista Joanes Etxeberri de Sara (ed. Gidor Bilbao [Bilbao 2015], pero no a favor de Marte a lo que tan aficionados veía aquel a los vascos de comienzos del XVIII sino a la Guerra de Minerva contra la barbarie, opción que, aquí y en cualquier otro sitio, sigue siendo preferible y aún necesaria todavía siglos después.

Concretamente, me vino a la cabeza aludir a la relación o a diversas ligazones existentes entre Menéndez Pidal y Koldo Mitxelena (alias, “Luis Michelena”), no tanto en sus vidas como en sus obras. Sobran, creo, mayores justificaciones de mi ocurrencia pues la relevancia de ambos personajes en sus respectivos campos —que, por mis propias limitaciones, reduciré a la lingüística diacrónica hispano-romance y a la vascología—, es evidente. La relación directa debió de ser prácticamente inexistente (no creo que Mitxelena visitara a Pidal en Chamartín o en otra parte, p.ej. —aunque diría que sí un ejemplar dedicado de la FHV—, pero esto no es un obstáculo insalvable para una relación asimétrica, de influencia intelectual o magisterial de Pidal.

Podría obtenerse mucho y sabroso material de rumia de los escritos, por así decir “sociolingüísticos” (o de ideología lingüística) de uno y otro, bien diferentes desde luego, incluso de alguna reacción mitxeleniana respecto a alguno de don Ramón que no le dejó precisamente indiferente, si bien ni de lejos le llevó al absoluto sarcasmo provocado por cierto estriptise “vascológico” del gran ignorante carpetovetónico — “que no sabe siquiera que bai es ‘si’ y ez es ‘no’” en definición de Mitxelena (1956)— que fue Ortega, retratado también (< tan bien) por Luis Martín Santos (v. la necrológica de K.M. en Egan 1963 [sic, a pesar de que L.M.S. falleciera en enero del 64]). Sin embargo, mientras otros más dispuestos y capaces que el que subscribe no se pongan a tal tarea, el lector podrá quedar más que satisfecho posando sus ojos sobre un trabajo de Antonio Cid, “Una encuesta en Guernica (1920-21): M.P., el romancero y los nacionalismos ibéricos”) –espléndido como de costumbre– escrito, precisamente, para las Memoriae L.M. Magistri Sacrum Anejos de ASJU 1991, 527-552) o, si dispone de más tiempo, con otro de Pruden García (La España metafísica: lectura crítica del pensamiento de R.M.P. (1891-1936), Bilbao 2004). Trataré de no incrementar sin provecho la hojarasca ya existente en torno a ambos, orientando en lo posible estas líneas a cuestiones más positivas –incluso relativamente positivistas, lo que quizás podría haber agradado a ambos–, aportando datos y noticias que, a pesar de ser suficientemente antiguos y visibles no han llegado todavía a ser parte de la “cultura general”.

Que la lectura del Manual de gramática histórica del español de R.M.P. fue el detonante de su vocación y el comienzo de su particular formación como diacronista (me refiero al proceso, no al resultado), es cosa que el propio Mitxelena reconoció explícitamente. Seguramente representó también un alivio, un sedante o algo más fuerte y eficaz en unos momentos de “vacaciones obligatorias” en su etapa de resistente antifascista de los primeros ’40 en la que no tenía garantizada la vuelta a sus labores de oficinista anteriores al 18-VII-1936; al contrario, no era descartable todavía un final ante un pelotón o en alguna cuneta o, “a lo mejor”, una estancia más prolongada que la primera de Dueso, en Carabanchel u otros establecimientos hoteleros de menor postín, lejos de los castizos paradores tan ‘nacionales’ de don Manuel.

Contra lo que me gustaría, sigue siendo necesario reiterar que es la tríada formada por la Fonética histórica vasca (San Sebastián 1961, 2º ed. muy ampliada por el autor, 1977), Sobre el pasado de la lengua v. (San Sebastián 1964) y Lenguas y Protolenguas (Salamanca 1963) la que constituye el núcleo fundamental de la obra diacrónica de Mitxelena, con un par de apéndices filológicos de la mayor relevancia como Textos arcaicos vascos (Madrid 1964, expresa respuesta a los “planes de mejora” vascológicos formulados por Pidal en su famosa conferencia de Gernika (1920) ante la Soc. de Estudios Vascos) y el Estudio sobre las fuentes del dic. de Azkue (Bilbao 1970, en realidad 1965 en lo fundamental). Que FHV y SPLV son inconcebibles más que inexplicables sin LyPL es algo que muchos vascófilos no acostumbran a tener siempre en cuenta (v. al respecto J. Gorrochategui en las Actas del III Congr. (2011) de la Cát. Michelena [Vitoria 2013]; es pena que no se haya publicado la contribución presentada entonces por R. Gómez sobre SPLV).

Sin embargo, la realidad es muy tozuda y habrá ocasión de comprobar que, incluso para una pesquisa un tanto marginal como la que aquí nos proponemos, es precisamente LyPL la obra más significativa a la hora de conocer los métodos, las bases y los objetivos más relevantes de Mitxelena y, por esto mismo, su relación más íntima o significativa con lo que él creía central e inexcusable para vascólogos y diacronistas en general dentro de la inmensa obra de don Ramón.

Sin más preámbulos entro en materia. Hemos efectuado una rápida relectura de las 3 obras de Mitxelena señaladas a la búsqueda de citas de don Ramón. Nuestra labor se ha visto muy facilitada por los útiles índices elaborados por A. Bilbao, I. Epelde y C. Mounole para las Obras Completas de Mitxelena (2011-12) que tuve la suerte de coeditar con I. Ruiz Arzalluz. Pues bien, en las 463 pp. de texto de la FHV, cuento 18 citas; en 115 pp. de SPLV encuentro 9 y 4 en 98 pp. de LyPL. Si uno fuera bibliómetra o miembro de cierta conocida Agencia Ministerial, concluiría que Mitxelena cita a Pidal cada 25,7 pp. en FHV, cada 12,8 en SPLV y cada 24,5 en LyPL.

Como siempre, cabe añadir mucho —casi todo— para que tan “científicas” como poco significativas consideraciones aclaren algo o nos acerquen a nada real o tangible. Así, p.ej., resulta oportuno señalar que, en realidad, no hay citas de Pidal tras la p. 337 de la FHV, minucia de la que —sabiendo que el texto de la 1º ed. llega sólo hasta la p. 345 y que las pp. 346-463 corresponden a las adiciones de la 2ª ed.—, creo que se siguen, al menos, dos consecuencias bastante notables: hemos de rebajar a 1/19,1 la proporción de citas a Pidal en la 1º ed. de FHV y, sobre todo, hemos de señalar que las mismas desaparecen en la parte añadida en 1977. Las razones de esta diferencia de proceder del autor entre ambas ediciones no parecen inescrutables: de las 18 citas de 1961 no hay ninguna que corresponda al Manual de G.H. del E. y, salvo una de Documentos ling. de Castilla, otra de Toponimia prerrománica, un par del Cantar de Mio Cid y una última del Curso de ling. vasca (sobre Marineo Sículo), todas las restantes se refieren a la documentación reunida por don Ramón en sus Orígenes para el estudio del romance antiguo, tan útil todavía para el conocimiento de la fonética y del léxico del vasco medieval —i.e., sobre barri/berri, huri/hiri, -tza/-tze y zaha, caídas en final de 1er elemento y en final de palabra, aitona, etc.—, particularmente del vasco riojano, burgalés o navarro; por cierto que la bibliografía más reciente incluye múltiples trabajos de P. Salaberri –p.ej. su contribución a la Historia de la lengua vasca [Vitoria 2018] ed. por J. Gorrochategui, I. Igartua y J.A. Lakarra– y sendas tesis de J. Manterola (2015) y E. Zuloaga (dic. 2019) sobre historia de la gramaticalización de los demostrativos y el artículo y la formación, evolución y fragmentación del Vasco Occidental Antiguo, respectivamente, todos ellos con don Ramon y Mitxelena al fondo de alguna manera.

También debe destacarse que en SPLV las 9 citas se dan en las primeras 63 de las 115 pp. que ocupa en OC V. Habría que cambiar, pues, el promedio a 1 / 7 pp. y, aun mejor, explicar por qué no se cita a Pidal en las últimas 42 pp. (40% del total), quien sabe si por motivos no muy diferentes a los que intuimos en FHV y sobre los que volveremos más adelante: un vistazo al índice del SPLV (“1. La dialectología v.” [9-24], “2. Interpretación de las diferencias dialectales” [25-38], “3. Hª y prehª de la lengua” [39-50], “4. Elemento latino-románico” [51-68]), indica que Pidal seguía siendo hacia 1964 una referencia válida y aún inexcusable para quien quisiera dedicarse a la dialectología, a la historia y a la protohistoria de la lengua v., pero no tanto para los interesados en “la influencia indoeuropea prelatina en el vasco” (cap. 5, pp. 69-90) o en “6. Relaciones de parentesco de la lengua v.” (91-115) [i.e., vasco-iberismo, v.-camitismo y v.-caucasismo sucesivamente]. No es de extrañar que el nombre de Pidal no aparezca en tales secciones, dado que si bien el pronunciamiento de Mitxelena sobre el v.-iberismo es claro y sin disfraces, no se hace sangre ni siquiera del Schuchardt de “qué bien se vive en la vascología sin leyes fonéticas”, cordial enemigo en varios trabajos vasco-románicos previos a FHV y en algún otro póstumo, y mucho más implicado en la reconstrucción del **proto-v.-ibérico o de la “demostración” sistemática del parentesco de lo que nunca estuvo Pidal. Para Mitxelena era suficiente hacerse eco del rotundo fracaso del austríaco y de la nueva era abierta por el desciframiento de Gómez Moreno, lo cual le dispensaba de argumentaciones y críticas adicionales que hubieran alcanzado a Pidal y a cientos de otros autores desde el s. XVI al menos.

Antes de comentar las citas de LyPL, debemos hacer notar que no sólo son los “juegos” con números los que nos indican cómo entendía Mitxelena la labor pidaliana desde el punto de vista vascológico. En LyPL 20 vemos formulado de manera explícita que para él don Ramón era un historiador de la lengua (protohistoria incluida desde luego) a la altura o en compañía de Grimm y el gran Meillet, no un reconstructor de su prehistoria. De ahí la nítida distribución de sus citas en SPLV y su uso más “documental” que analítico o explicativo, en la FHV. Este argumento se consolida al recordar que no se encuentran citas en las adiciones de la 2º ed. de FHV: para 1961 Pidal parece haber aportado ya lo fundamental de su enorme contribución al campo hispano-romance y cuanto podía ser de interés a la vascología; sus obras posteriores (reediciones en gran parte) en poco podían alterar las cosas.

Además, ni siquiera en 1961 las bases explicativas de la FHV venían ya de Pidal o de gentes más o menos cercanas en la romanística, ni de romanistas metidos a vascólogos como Schuchardt o Gavel, sino de autores posteriores, de muy diferentes corrientes y procedencias, en buena parte de responsables directos de auténticas revoluciones en las bases de la práctica mitxeleniana, i.e. la fonología sincrónica posterior a los ’30 y la diacrónica posterior a la II Guerra Mundial: Jakobson, Trubetzkoy, Sapir, Bloomfield, y muchos otros hasta Kiparsky al menos y, seguramente, más que ningún otro, A. Martinet, autor de un artículo fundacional sobre las antiguas oclusivas vascas (1950) y de la Économie des changements phonetiques. Traité de phonologie diachronique (1955). Poca gente, por cierto, más alejada de Pidal que el “mutante” Martinet (el adjetivo es de Mitxelena), siempre ajeno a las cuestiones filológicas y documentales que tan primorosa y magistralmente elaboró don Ramón: baste señalar que el documento vasco más antiguo citado directamente por el autor francés es el Urrundik (‘Desde lejos’) de T. Monzón (1948), cita que tampoco hubo de entusiasmar a Mitxelena. Para seguir la máxima del maestro de comparatistas Meillet (cf. La méthode comparative en ling. historique, 1925 [hay trad. vasca de M. J. Kerejeta y B. Urgell, con prólogo de J. Gorrochategui, UPV/EHU 2001]), la mejor filología disponible en el campo sólo podía elaborarse en la incomparable biblioteca que el significado carlista J. Urquijo había conseguido reunir en vida y a la que Mitxelena tuvo acceso gracias a la franquista (¿qué otra cosa iba a ser?) Diputación de Guipúzcoa, —i.e., la misma en la que J. L. Alvarez ‘Txillardegi’ hizo sus pinitos en la enseñanza de la lengua, por cierto—, ya desde sus primeros trabajos de 1949 (“Notas de gramática histórica v.”, precisamente) o 1950 (“De etimología v.”, defensa del método, con leyes fonéticas rigurosas, contra Bouda, pero apuntando al Schuchardt presente entre bambalinas, como en tantos trabajos de la década). La segunda parte de la ecuación meilletiana, “la mejor teoría lingüística disponible”, estaba lejos de residir en ese momento en Madrid, ni en las Roma, París o Berlín posteriores a 1936. Siendo así las cosas en 1961, en 1977 las correcciones a la 1º ed. (que, a su vez, venía de la tesis presentada en la Universidad Central en 1959) sólo podían proceder de unos estudios filológicos y diacrónicos para los que Pidal resultaba ya un modelo muy lejano.

Vayamos ahora con el comentario de las citas de LyPL. Son sólo 4 en las 98 pp. del librito lo que no es poco, dada la naturaleza y tamaño del mismo: para empezar es el mismo número que se lleva Greenberg, —nada desdeñable al recordar que estamos en 1963 y en Salamanca, no en Cambridge MA—, una más de las dedicadas a Schuchardt y a Schleicher y el doble que a Hall o Swadesh —dos obras de fundamentos de diacronía— y 4 veces más que Bloomfield y Sánchez Ruipérez. Pasando a los top, Kurylowicz tiene 5 y en un plano superior Martinet, Hoenigswald y Benveniste –el único de quien Mitxelena se declaró discípulo– 8, Hocket 9 y, en la cumbre, Saussure (el del Cours, no el de la Mémoire) con 11 y Meillet con 12.

En lo que toca a Menéndez Pidal, su importancia para Mitxelena no residía sólo en esa muy notable cantidad de citas sino en la calidad de alguna de estas: en la que constituye la discusión más vibrante y extensa de LyPL —la crítica al revisionismo (en punto a leyes fonéticas) de cierto helenista español, además de constatar que “si seguimos hoy utilizando esas leyes a la vieja usanza es porque tienen algún valor y, sobre todo, porque nadie ha acertado a encontrar algo mejor que sirva para sustituirlas”— o “como en la contemplación de un cuadro, se precisa, pues, una cierta distancia, cierto alejamiento en el tiempo del objeto u objetos mirados para que la regularidad pueda percibirse” (LyPL 83)­, Mitxelena otorga un valor crucial a ciertos pasajes de Pidal a la hora de consolidar sus argumentos en aspectos centrales de sus posiciones teóricas:

La comparación basada en la regularidad de los cambios fonéticos no es el único instrumento que la reconstrucción lingüística tiene a su alcance, pero es sin duda el decisivo, el que ha dado a tantas de sus construcciones la aceptación general de que siguen gozando. Si no hay regularidad y en la medida en que no hay, cualquier ensayo reconstructivo, sin exceptuar los de Adrados, es un producto de la misma naturaleza que Ivanhoe, Salambô, o The gladiators (…) Por último, el postulado neogramático de la falta de excepciones en las leyes fonéticas ha tenido una brillante justificación de orden pragmático. Quienes movidos por su fe en él se obstinaron en seguir buscando, tropezaron a veces con venas de regularidad en terrenos ásperos y poco prometedores. De conformarse con la aparente arbitrariedad de los fenómenos, por el contrario, nunca ha salido nada útil (LyPL 83-84).

O, como había dicho anteriormente, “esta distinción de órdenes de magnitud no es, por otra parte, ninguna novedad en las ciencias culturales. Ni siquiera lo es en la vida de todos los días: un microscopio sirve para muchas cosas, pero no para la contemplación inteligente de la adoración del cordero Místico” (LyPL 81). Es en este contexto, dispuesto a parar los pies al rampante Rguez Adrados, donde debió parecer a Mitxelena que nada podía resultar más útil que una buena dosis de don Ramón:

El punto de partida [de Pidal] es el mismo de Adrados: “la moderna dialectología ha venido a sugerir y propagar la idea de que las leyes fonéticas regulares sólo existen en el papel; no hay ni hubo jamás una regularidad fonética; sólo hay la que por espejismo creen ver los filólogos (…) Nuestro material nos obliga a estudiar aparte cada voz de las que se suelen enumerar juntas al enunciar la voz fonética. Cada palabra, debemos repetir nosotros, tiene su propia historia”.

Y, sin embargo, es curioso que Menéndez Pidal, partiendo de las mismas premisas que Adrados y habiendo elaborado personalmente ese material, llegue exactamente a la conclusión opuesta: “Más no por eso deja de haber historia especial de un sonido determinado” (…). “El estudio de las largas épocas preliterarias nos eleva por cima del concepto dilucidado con ayuda de la dialectología moderna y nos permite ver que cada palabra que en fonética parezca discordante de sus análogas puede estar sometida a una tendencia que la impulsa en unión con las otras… Cada sonido o grupo habitual de sonidos de una lengua es un elemento constructivo de que dispone el idioma, y como tal tiene una existencia ideal propia; es algo independiente en cierto modo de las palabras de que forma parte» (LyPL 81-82).

Sólo recuerdo otro pasaje comparable en su rotundidad para con los principios —sin referencias esta vez a adoraciones varias ni a metáforas fluviales, más del estilo de don Ramón— en la introducción a la 2º ed. de la FHV, con gran capirotazo de pasada a G. Mounin, jefe de pretorianos del divino Martinet, etc.:

Nunca he ocultado que soy, en el fondo y hasta en la superficie, una especie de neogramático nacido con retraso; que me siento unido por muchos lazos, en otras palabras, a la corriente que, a mi entender, es tratada con mayor injusticia en los manuales de historia de la lingüística al uso, por la petulancia de los autores de estos tanto como por su radical desconocimiento de las obras que comentan. Los neogramáticos fueron, al fin y al cabo, los primeros que consecuentemente exigieron la formulación de reglas explícitas para “generar” las formas de un estado de lengua, a partir de las de otro anterior, supuesto o atestiguado […] Por si pudieran interesar a alguien me permito señalar que, después de publicada [la 1ª ed. de] esta obra, he expuesto mis ideas sobre las posibilidades y límites de la reconstrucción en Lenguas y Protolenguas … (FHV 349-50).

Entre tanto, había desaparecido don Ramón y, sobre todo, había terminado de irse el inquilino del Pardo —a duras penas y haciéndose rogar, como recientemente de su ulterior residencia en el siniestro Cuelgamuros—; por su parte, Mitxelena, superado el problema de ciertos antecedentes poco favorecedores, incluso 30 años después del 18/VII/1936, había logrado una cátedra de instituto primero (de latín, en Torrelavega) y de Lingüística Indoeuropea después en Salamanca, la 1º del Estado. En realidad estaba a punto de dejar esta última para ocupar otra, —más especial y ad personam si cabe— de Lingüística Indoeuropea y Filología Vasca en la nasciente Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea, institución que, incidentalmente, él y sus compañeros habían intentado defender fusil en mano 40 años antes de su nacimiento definitivo, con magros resultados ante la sinrazón de la fuerza y la lógica de los Stukka.

Hacia 1963 Mitxelena era un doctor relativamente reciente y —si bien más de un cruzado pasó en aquellas décadas de doctorando a catedrático en un par de cursos—, con un horizonte no muy halagüeño en la universidad fascista, sin Centro de Estudios Históricos ni los estudios de lingüística y filología vasca que don Ramón había predicado sin éxito medio siglo antes. Sin embargo, Mitxelena no estaba dispuesto a achantarse ni siquiera ante la personificación misma del Régimen Lingüístico (ora en sincronía, ora en diacronía), siempre quejoso, ¡qué le vamos a hacer!, por el escaso eco internacional de sus variadas ocurrencias. Aparentemente, no quedaba mucho de Pidal tras casi 25 años de exilio interior y espesa paz en “política” —poco provechosa actividad de la que, según propia confesión, el citado Inquilino se despreocupaba— y no menos en lingüística. Pero sin llegar a ser “el hombre más peligroso de España”, como llegó a decirse de su mujer y compañera intelectual María Goyri, —confieso que empiezo a sentir cierto morbo y honor como colaborador del Seminario de tal nombre de la UPV/EHU, allá a comienzos de los ’80—, Pidal seguía siendo de lo poco aprovechable en aquel erial ético y diacrónico. En manos de Mitxelena, don Ramón —el reconocimiento general otorgado a su obra, incluso más allá de los Pirineos, que a regañadientes y con sordina el Régimen no podía obviar—, llegó a ser en LyPL, si no un “arma cargada de futuro” del ampuloso poeta, sí al menos una trinchera más (incluso una batería bien municionada) de la lingüística realmente existente —la tradicional y universal allí reunida— frente a la local posterior a 1936, tan ávida de “être à la page” y tan repleta de ínfulas surgidas a la sombra, no de Carabanchel, sino de la Guardia Mora, el palio y el NODO.

Tantas décadas después, se nos sigue obsequiando con obras tan notables por varias razones como la Historia de las lenguas de Europa (2º ed. 2019), en donde resultan inexcusables ciertos párrafos sobre el supuesto viaje de los vascos entre las hordas IE del Cáucaso hacia estos pagos (o, al menos, a las cercanías aquitanas). Una aportación tan original en todos los sentidos, debería acarrear avances cruciales en la prehistoria del vasco que uno no alcanza a ver, similares al menos a los que el estudio de su léxico ha aportado a la evolución de la lengua de los “egipcianos”, quienes en realidad vinieron de bastante más allá del Nilo. Otros modelos potencialmente envidiables para los vascólogos serian el recorrido del tocario por media Asia central y oriental para terminar instalándose casi en el occidente meridional del subcontinente que ha generado tanta bibliografía o los resultados lingüísticos de las múltiples migraciones insulares y continentales de los austronesios. Es pena que el autor de la Historia no se moleste en darnos el más mínimo adelanto, ni un pobre entremés siquiera, de tan apetecible festín.

Como las desgracias nunca vienen solas, tampoco puede decirse que las esperanzas alimentadas por ella misma y su muy reducido círculo (al menos diacrónico) en torno al Advances in Proto-Basque Reconstruction with evidence for
 the Proto-Indo-European-Euskarian Hypothesis de J. Blevins (NY 2018), hayan quedado cumplidas en lo más mínimo. Como son bastantes los vascólogos que han mostrado con obras sus ganas de poner algunos puntos sobre otras tantas íes, –los indoeuropeístas parecen más remolones, como en otras ocasiones, por más que no veo por qué ellos se puedan sentir menos concernidos–, y al igual que en una ocasión anterior (v. “Prehistoria” en la Hª de la lengua v. ya citada) me limito a señalar que R. Blust (Oceanic Linguistics, 2015) ya mostró cumplidamente que los modos y maneras (tan particulares) de la sra Blevins en su incursión en el campo austronesio (2007) no auguraban nada bueno para su más reciente en el campo vasco. Nos cabe el consuelo de que por aquí Menéndez Pidal y Mitxelena ya nos dejaron muy vacunados para tamañas plagas; v. el último cap. sobre supuestos orígenes del The History of Basque (1997) de R. L. Trask.

 

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