Navidades, 1961
Nuria Prieto Serrano
Nochevieja del año mil novecientos sesenta y uno. En la gran casa del barrio de Chamartín, imagino a los Menéndez Pidal reunidos a la mesa en torno a un venerable anciano. Jimena, ya sexagenaria, lleva el peso de los asuntos caseros, y en noches como esta se siente doblemente sola, como huérfana de madre y como viuda. Con los años, los que ya no están van ocupando un lugar cada vez más perceptible en las celebraciones: así ocurría al principio con el pequeño Ramón, el primogénito, cuyo fantasma rondó siempre por aquellos pasillos, acaso porque la madre se negaba a dejarlo marchar. Ha pasado mucho desde aquello -¡una guerra!-, y ahora Doña María y Miguel acompañan al niño difunto. Otros faltan simplemente porque faltan, porque la guerra los dispersó por los rincones del mundo, y en estas fechas llegan a la casa numerosas felicitaciones suyas. Jimena no se permite flaquear. Al menos Don Ramón, a sus noventa y dos años, continúa sano y lúcido. Quizá insiste en tomar su misma cena frugal, aunque los demás le ofrecen algún exceso favorecido por las fechas; quizá se retira a dormir a su hora habitual sin esperar al brindis de año nuevo. Y están los nietos. En una de las salas -no sirve decir: aquella rebosante de libros, ya que toda la casa es una inmensa biblioteca- imagino un tocadiscos y un par de vinilos tirados en aparente descuido junto a él, y sin embargo hay cierta premeditada dejadez en la disposición de esos discos fuera de lugar, retando la armonía silenciosa de los estantes llenos. Quizá acaba de sonar Apache, de los Shadows, traído de Londres y atesorado por Diego o Elvira como uno de esos testimonios romancísticos que escuchaba el abuelo.
Imagino ahora que una chispa eléctrica se estremece en el tocadiscos encendido, sigue su camino inverso hasta el enchufe en la pared de la habitación, asciende y retorna al cableado de donde emergió. La chispa viaja por Madrid a través de los cables, primero al Paseo de la Habana; desciende después a velocidad celeste por el eje de Castellana hasta la plaza de Legazpi, recorriendo en un segundo los kilómetros que separan esta casa de la calle Jaspe.
Para quien no lo sepa, la calle Jaspe en el año sesenta y uno está sin asfaltar. Es una calleja del barrio de Usera donde se apilan casas tan pegadas unas a otras, tan chicas, que las familias que las habitan no pueden tener secretos. En la calle hay aparcado un único coche, que es el taxi del señor Julio, el cual está cenando en este momento con su mujer, sus dos hijos y el abuelo, pero es que además ahora también acoge a la suegra y a una tía del pueblo de su señora esposa. La cena es abundante por ser hoy y los ánimos están tranquilos. Al terminar, Julio se subirá al coche para hacer la ronda por un Madrid festivo, yendo y viniendo de las calles del centro a salas como Chicote o el Pasapoga. Esta noche darán buenas propinas.
Extramuros, más o menos cerca de la plaza Elíptica, vive mucha gente de la provincia de Toledo, porque desde aquí se sale enseguida a la carretera y está uno en su pueblo en una hora. Julio es de un pueblo de la Sagra, y a su mujer, salmantina, la conoció hace nueve años a la entrada de un baile. Al lado vive la señora Natalia, viuda de guerra, con tres hijos en edad de casarse y dos hermanos expresidiarios. Natalia es prima carnal de Julio y normalmente hubieran cenado todos juntos, pero con la visita de las salmantinas ha preferido no molestar. En la casa siguiente vive la señora Pepa, la andaluza, que es muy bruta pero muy buena gente, y más allá dos galleguitos recién casados que hacen una barbaridad de ruido al acostarse, asunto que siempre es celebrado jocosamente por la Pepa para azoro de la joven esposa.
Al terminar la cena -falta más de una hora para la medianoche-, Eduardo, uno de los hijos de Natalia, se acerca a la casa del taxista. La puerta está abierta: solo se atranca cuando van a dormir. Encuentra reunida a la mencionada concurrencia. Saluda y desea a todos un feliz año.
– ¡Pasa, hermoso, y cómete un polvorón! Estás muy elegantón -es verdad: el joven se ha puesto su mejor ropa y ni un pelo se le desmarca del casco de gomina de la cabeza.
– Gracias, tía Lumi. Que ya lo sabe usté que vamos ahora a un guateque donde Junejo.
– ¿Yo también puedo ir al guateque, mamá?
– Tú te callas y dentro de un rato te vas a acostar con tía Agustina. Pero, chico, quédate un rato… ahora mismo, la tía iba a cantarnos unos romances de mi tierra.
– ¡Uy! A mí no me van esas cosas, y me esperan allí. Yo sólo había venido a pedirle permiso, que si me puedo llevar a la Montse al cine mañana. Es que había comprado dos entradas para ir con Prisca, pero dice la madre que no la deja si no llevamos carabina -al decir esto, se vuelve a la niña y le guiña un ojo.
Esta reacciona de inmediato:
– ¡Al cine! ¿Puedo ir? ¿Puedo ir?
– Pero si no sabes ni lo que van a ver
– El Cid, que la han estrenado ahora -interviene Eduardo-. La verdad es que ya tengo una entrada más para ella.
– ¿Y me compraréis palomitas?
– Lo que tú quieras, Blancanieves.
La niña palmotea y su hermano, celoso, le tira de la trenza. La tía salmantina, que había permanecido callada, interviene ahora:
– ¿Han hecho una película del Cid? ¡Jesús, ya no saben qué inventar!
– Sí, tía, y sale Charlton Heston.
– Yo no sé quién es ese, hija.
– Pues dice la Pili, la lechera, que algunas escenas las grabaron en su pueblo, y que Charlton Heston sí que es un hombre y no como los que se ven por aquí.
La madre ignora la segunda parte del comentario.
– ¡Bah, esa siempre está presumiendo de pueblo! Que si tienen un castillo, que si tienen una iglesia…
– Pues está muy bien tener un castillo, mamá. Nosotros en el pueblo sólo tenemos olivos. Si tuviéramos un castillo, yo iría todos días a jugar allí.
– ¡Yo no sé si a esta chiquilla le hacen falta cines!
Eduardo le acaricia la cabeza. Saluda con un gesto a Julio, que acaba de salir de su cuarto y se ajusta la gorra para ir a trabajar. Se dirige a la niña.
– ¿Y tú, Blancanieves? ¿Has escrito ya la carta a los Reyes?
La niña se yergue con un gesto amargo.
– No pienso hacerlo.
– ¿Por qué no?
– ¡Para lo que vale! El año pasado les pedí una muñeca y me trajeron bragas. Y el mocoso no les pidió nada, porque no sabe escribir, y le trajeron un caballito.
– Ummm ¿A lo mejor es que no te has portado muy bien?
– ¡Me porto mucho mejor que él!
– Pues hoy he vuelto a verte atada en el árbol.
– Ha sido solo un rato. Es que no quería comerme las criadillas porque me dan mucho asco. Pero hacía frío y mamá me ha vuelto a meter.
– Pues tienes que comer, porque si no, te vas a quedar canija, y además no te van a dejar venirte.
Ella se pone seria.
– Vale
– Y dame un beso, que me voy ya.
Lumi avanza y le mete un polvorón en el bolsillo del abrigo.
– Pasadlo bien. Y tráete a Prisca cuando paséis a recoger a la niña, que es bien maja esa novia que te has echado.
Justo antes de salir, Eduardo se da la vuelta y se dirige a la cría por última vez.
– Oído cocina, ¿eh? A lo mejor te traen algo los Reyes en mi casa.
Animado por la mirada luminosa de la niña, encamina sus pasos hacia Junejo. Es una noche de niebla y pone cuidado de no embarrarse los zapatos. Al salir escucha la voz cascada de la tía salmantina, que al final se ha animado a cantar romances. Los versos caen como cantos de pedriza y suenan extraños en los oídos del joven. Es muy raro escuchar algo así por aquí. Sí se oye, a menudo, cantar coplas a las mujeres, pero la clase de coplas que ponen por la radio, de esas que cuentan historias truculentas o ensalzan la apostura de un torero. A Eduardo no le interesan nada esas canciones, y menos aún los cantares de vieja como el de esta invitada salmantina. Dos calles más allá vive su novia y ahora puede pasar a recogerla. Empieza a silbar los compases de Marina, la canción de Rocco Granata, en parte para alejar el ritmo monótono del romance que parece que quiere metérsele por la oreja y acompañarlo al guateque. En un momento estarán bailando y lo habrá olvidado por completo.
Los migrantes del campo se han dejado sus cantares allá: es mucho el quehacer y pocas, e ingratas, las ocasiones de acordarse del pueblo. En una generación y entre esta gente no quedará nada de aquellos romances. Como puede el lector figurarse, esta cuestión no figura en absoluto en la lista de preocupaciones de Eduardo ni de ninguna otra persona del barrio. Sin embargo, y aquí quizá la chispa eléctrica del tocadiscos de Junejo retorna al salón de los Menéndez Pidal, algo de allá va a infiltrarse en estas casas. En un cajón de su armario, envuelto con papel de estracilla y un bonito lazo rojo, tiene Eduardo preparado un libro para la niña, uno de Espasa Calpe que encontró en la cuesta de Moyano y le gustó por la elaborada cenefa de la portada. Se trata de Flor nueva de romances viejos. Esta obrilla de Don Ramón será la puerta por la que los nuevos niños, aquellos que han sido arrancados de la raíz del pueblo, podrán asomarse al Romancero. El infante Arnaldos, el Conde Niño, Mudarrillo, Doña Alda, serán así redescubiertos con nuevo gozo por aquellos niños y por los que han de venir.
Imagino que a Don Ramón le hubiera gustado saberlo.
Rammingen, 25 de diciembre de 2019.
Nuria Prieto Serrano
Flor nueva de romances viejos – Edición de Espasa-Calpe de 1943.
C/ Menéndez Pidal, 5.28036 Madrid
Tel.: (34) 913 59 47 24
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